lunes, 16 de septiembre de 2013

Idiosincracia for export




Agazapados tras la carrocería de un auto, ya carbonizado, los cinco hombres cruzan miradas. Han habido unos cuantos minutos de silencio. Es un silencio muy tenso, bañado por un sol que hace que sus caras se vean brillosas. Procuran no hacer ningún ruido. Después de mirarse unas cuantas veces, comienzan a asentir: todos saben a qué están asintiendo.
Uno de ellos, de una especie de morral que lleva colgado saca una granada. Con los dientes retira la espoleta. Se produce un ruido sordo cuando lo hace: mezcla del descorche de un vino con el silbido de una espada samurai en el viento. El hombre esta totalmente sudado, empuñando la granada, pero no tiene miedo. Tampoco quienes lo rodean: ninguno se alarma porque que tarde unos segundos en arrojarla. Mientras sus compañeros siguen agazapados, el hombre se pone de pie y calcula su tiro: la granada, no sin antes rebotar una vez en el piso, va a parar al interior de un supermercado. Ya estando seguro que ha hecho un buen tiro, vuelve a refugiarse en la carrocería.
Cinco o seis segundos después (cinco segundos de un silencio interminable, donde los hombres prepararon cada uno de sus sentidos para el estallido, para resultar igualmente sobresaltados cuando éste se produjo) una gran llamarada asomó por la puerta de la gran tienda, igual a todos las tiendas de las grandes cadenas del mundo.
Los cinco, al explotar la granada, abandonaron su actitud cautelosa y tomaron sus armas. Entraron en el local ante los gritos de todos. Árabes sudados y barbudos, mal alineados, con armas en la mano, gritando con nerviosismo, comenzaron a robar el dinero de las cajas, ante la histeria (los gritos, el agitar de las manos con los dedos muy extendidos, los ojos brillosos que miran fijo sin desafiar, sino pidiendo clemencia) de esas cajeras con velos que apenas si descubren sus caras.
Con sus morrales llenos de dinero, solo unos segundos después, comienza a sonar una sirena: señal de que deben huir en cuanto puedan.
Uno de ellos, además del dinero, muere de sed, por lo que toma una extraña lata de la góndola: está escrita en alfabeto latino, no comprende lo que dice. Debe ser importada, piensa, sin darse cuenta que pensar en eso es desperdiciar el tiempo.
No sabe que es cerveza, prohibida por su religión. Al abrirla sale espuma y se huele un olor amargo, ligeramente alcohólico que el hombre no conoce. Está muy sediento, y es por eso que bebe un largo sorbo, con inocencia. Beber lo retrasa un poco de sus compañeros, que ya están traspasando el umbral hacia la calle, hacia la luz del día.
Todo pasa muy rápido.
Retrasarse le salva la vida, al menos por un rato, ya que sus compañeros son atravesados por una balacera que los deja casi desintegrados en la vereda. Las sirenas ya suenan a metros de la puerta.
Todo su  cuerpo se estremece, su corazón casi se detiene, y una rara sensación se apodera de él: viene de aquella lata de bebida. Una sensación indescriptible para este hombre acorralado: es la argentinidad, solo que él no la conoce.
Desde adentro hacia afuera pierde el control, un espíritu argentino se apodera de él y en un rapto de castellano indescifrable para quienes lo escuchan grita con todas sus fuerzas:
"Párense de manos putos, si es que tienen aguante. Con fierros cualquiera es macho. ¡Tiratiros! ¡Yuta sos botón, sos botón, yuta sos botón!".

No hay comentarios:

Publicar un comentario