domingo, 22 de julio de 2012

Exquisita


Nos subimos al barco. El proyecto era realmente surrealista: un sueño sin sentido. Seríamos alrededor de cincuenta uruguayos que superpoblábamos el barco aquel. En condiciones normales ese barco de pisos de madera y casco celeste apagado no debería transportar más de veinte personas. Pero el viaje era corto, y en el Río de la Plata alguna embarcación siempre estará dispuesto a salvarte. Igual, se la bancó bien.
Los cincuenta aparte laburando a full: una bolsa de harina del tamaño de una de cemento. Eso es algo que me enteré durante el viaje: las grandes bolsas de harina, por ejemplo las que compran las panaderías, vienen en el mismo tamaño y envoltorio de papel madera grueso, pero que no llega a ser cartón, que las bolsas de cemento. Es una de esas cosas en las que uno jamás pensaría. Primero pensé que era algo sucio, aunque me di cuenta que no rápidamente.
De harina leudante era la bolsa. No sé qué es la harina leudante.
Un ejército de gente rompiendo huevos, que fue lo primero que metieron el los bowls enormes, antes que la leche. Y después dale que te dale con la harina y con la leche: un tanque de leche bamboleante por la marcha del barquito, que vaciamos poco a poco con jarritos de aluminio. Mientras mucha gente, mucha más gente que lo que el profesionalismo hubiese permitido, revolvía la preparación, separada en diferentes bowls.
En este mundo extraño nadie nos dirigía. Todos sabíamos qué hacer, sin haberlo hecho antes.

Nos invadía una especie de alegría que no puedo describir de otra manera que no sea alegría estúpida. Cuando empecé a plantearme que toda alegría era en el fondo una alegría estúpida me pedí por favor a mi mismo: dejate llevar, sé alegre, sé estúpido.
Poco a poco fuimos terminando de agregar todo en las preparaciones, terminando de batir hasta lograr una pasta homogénea, donde el negro de la esencia de vainilla estuviese tan mezclado que no dejase rastros visuales. Su aroma seguía ahí.
Con esos tres o cuatro bowls de pasta homogénea llenamos una placa de metal gigante, enmantecada de manera grosera por un gordo que se veía higiénico y no muy peludo, pero que se metió adentro de la placa en patas y que agarraba los panes de manteca a mano limpia. Disfrutaba el gordo enchastrándose todo de manteca, a mí me cerró un poco el apetito.
Volcamos todo el líquido espeso y lo metimos en el horno, que a esa altura del viaje ya había agarrado mucha pero mucha temperatura, todos estábamos un poco acalorados.

Con ese calor y esa alegría, con el gordo enmantecado, con el mareo que el barco nos provocaba y el olor penetrante de la vainilla y la harina leudante horneándose fue un milagro que no hubiese una orgía, ya que la euforia era general: podía verse en las caras esa sonrisa desbocada con la cual la gente se anima a cosas que en un estado normal no hace. Me contaron que en el barco que trajo los tubos que disparan confites gigantes se fue todo literalmente al carajo en ese sentido.

La costa se aproximaba, era importante no abrir el horno antes de tiempo nos habían dicho (o lo sabíamos sin que nos lo dijeran, no podría asegurarlo), así que cuando tocamos la costa la porción gigante todavía humeaba, y los que la levantaban tuvieron que ponerse guantes, que de milagro teníamos.
¡Qué contentos estábamos!
Algunos barcos estaban retrasados, pero nos mandamos al agua y bajamos todos, con la porción en lo alto para no mojarla en el río.
En la costa nos estaban esperando los porteños, y arrancó la música.

Uh ah ah,
ah uh ah ah.
Bizcochuelo,
mate bizcochuelo.

Cuando vi el mate gigante casi me muero.





1 comentario:

  1. Genial, es poco. No me imagino, no puedo, lo que debe sentirse ser uruguayo.

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