jueves, 23 de agosto de 2012

Colgate



Lo llevaron a la comisaría de ese perdido pasaje rutero, en donde los policías no estaban acostumbrados a que pasara nada interesante. El calor del mediodía hacía que al mirar al ras del asfalto la visión se deforme, como si estuviese prendido fuego. Como si fuera el infierno aquel pueblito.
Todos los policías parecían hermanos: no podría decirse que fuesen iguales, pero eran todos morochones, con la piel curtida del sol - de largas jornadas al sol agobiante - y barba mal recortada. Ninguno pasaba el metro sesenta y cinco, ninguno podía disimular el olor a chivo: ninguno suponía que algo así fuera a pasar.
Lo llevaron a la comisaría - decía - escoltado entre tres sin que hubiese ninguna necesidad: el tipo estaba absolutamente desecho, parecía un alma en pena. Estaría pensando que una situación de un segundo le arruinó la vida para siempre.
Lo metieron en un cuarto de la comisaría, no podría especificar si servía como pequeña cárcel. Rejas no tenía. Era demasiado chica aquella comisaría para tener una celda. Lo dejaron allí esperando por lo menos hora y media, mientras terminaban de auxiliar al resto de los pasajeros del micro: entre heridos y shockeados eran como veinte, y además estaba el juez de paz con los occisos y también había que darle una mano y en total eran seis policías.
Después de hacerlo esperar, lo llevaron al cuarto del comisario donde uno de los policías tipeaba mientras otro comenzó a preguntarle:
- ¿Nombre y apellido?
- Abel Moretti
- ¿Documento?
- 228934123
- ¿El arma encontrada en el piso del autobús Chevallier con destino a Carcarañá que circulaba por la ruta provincial veintiuno era de su propiedad?
- Si
- ¿Y posee permiso para portarla?
- Tenía, pero lo vi en mi billetera, la que se quedaron ustedes, y llevaba unos meses vencidos.
La cara del policía en ese momento intentaba expresar exactamente esto: no solo me cagas el día, y tal vez la semana, yo que tan tranquilo estaba, sino que encima me venís con que te retengo la billetera y tenés la portación vencida, te haría mierda en este preciso momento.
Si le hubiesen preguntado a sus conocidos, todos hubieran dicho que el sargento Alberto Zapata era un tipo poco expresivo, más bien huraño y poco sentimental. Sin embargo, Abel Moretti, con esa simple mirada, le bastó para entender todo lo que el interrogador quiso transmitir. Esto lo sé yo, que se los narro, pero ellos no lo supieron, no tenían forma de saberlo.
- ¿Podría describirme lo que sucedió?
- Sí, yo me encontraba durmiendo y sin que pase nada me despierto. En realidad me estoy terminando de despertar, y sin saber qué sucede del todo sale un grupo de personas de la nada: desde atrás, desde adelante y los costados, uno incluso estaba escondido en el portaequipajes superior. Antes de poder entender qué era lo que estaba sucediendo, la líder, que vestía guardapolvo, saca un objeto negro que después identifico como un micrófono, pero que en la prontitud y confusión de los hechos no puedo llegar a identificar, y me lo acerca a toda velocidad. Asustado por este hecho, saco la pistola y empiezo a disparar.
El que tipeaba, mientras lo hacía, hacía gestos que mezclaban la comprensión con el horror.
- Bueno... por el momento va a tener que esperar acá - le comunicó el sargento Zapata.
Entonces Abel volvió solito al otro cuarto.
No lograba pensar en nada específico, lo único que podía hacer era repasar el hecho una y otra vez en su mente. Qué impulsivo, qué idiota que había sido. "Todo me sale mal" pensó.
Como a las dos horas llegó el juez de paz.
- ¿Lo hizo declarar Zapata?
- Sí señor juez.
- ¿Confesó?
- Sí señor juez.
- Listo. A la horca.
Abel bien podría haber tenido un infarto en ese momento, pero en realidad no llegó a entender del todo si con horca realmente se estaban refiriendo a lo que él pensaba que era una horca. No le entraba en la cabeza., no le parecía una opción real.
Sin embargo lo llevaron en ese momento al patio trasero de la comisaría: un descampado húmedo y desolado, en donde ahora, que caía la noche, había una cantidad de mosquitos sorprendente.
- ¿Cómo a la horca? - llegó a preguntar - Esto es ilegal.
- Mirá chango, acá las cosas se manejan así, estás muy lejos de Buenos Aires, yo no sé que te pensás, pero mataste a seis personas hoy.
- Pero esto no se hace así. No vi un abogado siquiera. Ni un cura.
- No hablés más, ya está.
Mientras charlaban lo subieron a un banquito y le pasaron la horca por el cuello. Le ataron las manos a sus espaldas, cuando el banco cayera sería el fin. Pero no patearon el banco, solo se alejaron.
Quedaron en silencio mirándose unos a otros. Se escuchaban los zumbidos de los insectos y el canto de los grillos. El sol había caído del todo.
- ¿Y chango? Colgate.



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